viernes, 30 de enero de 2009

“Este país...”

En el repertorio de frases lamentables que suelen frecuentar las conversaciones, existe una particularmente odiosa para mí. Son sólo dos palabras: “este país”, muletilla demostrativa que abre o cierra tantos comentarios. Dos palabras que provocan distancia entre quien las emplea y el objeto de su comentario... cuando en la amplia mayoría de los casos el comentarista es tan chileno como la falta que acusa. “Este país” no es sino nuestro país, el lugar donde vivimos nuestros días, el lugar adonde pertenecemos y en suma, el único lugar del cual somos verdaderamente responsables.

Supongo que se trata, otra vez, de esa urgencia tan nacional por vivir al margen del compromiso. Cuando alguien arremete con esa frase, recuerdo a Poncio Pilato. El usuario de la brillante fórmula parece lavar sus manos en ella, disculpando su responsabilidad con el mero hecho de lanzar una crítica... Las críticas, amigos míos, por sí mismas son sólo palabras; buenas palabras quizás, pero que no bastan, mucho menos si el visionario que hace la denuncia habita precisamente el lugar donde ocurren los hechos. ¿Para qué eludir el compromiso, tratando a nuestro país como si fuera tierra ajena?

martes, 13 de enero de 2009

Un Horizonte Azulado



Se dice que la duda es defecto del hombre inteligente. Será porque una visión lúcida descubre un océano de matices más allá del blanco y del negro. Mientras más amplio el asunto, más se abre el abanico de posibilidades incubadas. Tanta alternativa dificulta una elección rápida; la voluntad tarda y surge entonces la vacilación.
Claro está que hay hombres inteligentes y a la vez determinados; pero incluso en ellos, la firmeza no disculpa un riguroso examen previo de las posibilidades. Incluso más: en algunos, esa firmeza convive con la incertidumbre.

La determinación fue una de las cualidades célebres de Gustav Mahler. Apabullante y hasta pavoroso en ciertas circunstancias, Mahler aparecía frente a todos como un ser inmune a cualquier adversidad; ni su origen étnico en una época y continente donde era particularmente incómodo, ni su cuna modesta ni su nacionalidad — nada lograba ser un obstáculo duradero entre aquel hombre y sus objetivos. El convencimiento de sus propios méritos solía llegar a la arrogancia, y su ímpetu demolía cualquier mediocridad. Mucho antes que el “Milagro Karajan” causara tanta sensación, la antigua Europa se había agitado con la Detonación Mahleriana. Consecuentemente, la música de estos años de manifestación ante el mundo es lo que podríamos llamar “música de afirmaciones”, escrita por un compositor lleno de convicción inapelable.

Poco más adelante, sin embargo, la vida de Mahler conocería los laberintos de la tristeza y la decepción, viéndose despojado, a veces cruelmente, de sus familiares más queridos, sus maestros y amigos más admirados o sus sueños más acariciados; en suma, experimentaría la fragilidad de su propio mundo. Y el gigante comenzaría a inclinarse bajo los golpes del infortunio.

También su época presentía un ocaso cercano. Y, si una máxima nos recuerda que “el estilo es el hombre”, digamos también que “el hombre es su tiempo”; la sensibilidad de los creadores impregna sus obras con las intuiciones que los rodean. Eso ocurría entonces en Viena. Los valses de Strauss o la última fase de Brahms, por ejemplo, cargan un pathos inclinado a la nostalgia, al que se alude a veces como “otoñal”, disimulado entre los dorados fulgores del Imperio.

Mahler por su parte, y eso me llama la atención, comienza a escoger soluciones musicales ambiguas para sus obras, utiliza acordes cada vez más amplios e indecisos en su tonalidad, va agudizando la sensación de desgarro, varía la orquestación, carga la tinta negra de sus Scherzos, y siente una fascinación cada vez más viva por lo trascendente, lo metafísico, quizás como refugio o explicación. Aquí, en esta nueva riqueza artística, es donde a mi juicio se instala la vacilación, la falta de un remate rotundo en las frases mahlerianas, que quedan así deliberadamente abiertas.

Mahler no abandonará su innata determinación, pero dará inicio al diálogo con la incertidumbre.

Ewig, ewig ...

Quizás esa incertidumbre que merodea atrás de sus certezas —o atrás de la imponente masa orquestal con que el compositor pareciera querer ahogarla, y que sólo acaba amplificándola— sea reflejo de una ansiosa búsqueda de identidad. Cuando estampó su sentimiento apátrida en una famosa declaración —“bohemo entre los austríacos, austríaco entre los alemanes, judío en todo el mundo”— Mahler develó también la inestabilidad de quien carece de ese piso firme llamado pertenencia; al contrario de la mayoría, él nunca podía echar raíces profundas en su entorno.

La falta de un lugar que reclamar como propio o por el cual ser reclamado, no simplemente admitido, puede pesar dolorosamente en una sensibilidad artística. Aliviar esa carencia (=hallar ese estado de reposo, ese “lugar”) se convertirá en un propósito urgente. Mientras no se alcance, el desarraigo rondará como un fantasma, suscitando el ansia de recuperar cierta plenitud perdida que la infancia simboliza como ideal (y de ahí el largo caudal de inspiración que Mahler obtuvo de ella). La misma ansia se asoma, transfigurada, en los versos autógrafos con que el compositor coronó una de sus obras mayores:

Die liebe Erde allüberall
Blüht auf im Lenz und grünt aufs neu!
Allüberall und ewig blauen
licht die Fernen!
Ewig... ewig...

¡De nuevo la tierra amada
florece y reverdece por doquier en primavera!
¡En todos los confines, eternamente,
brillan azules los lejanos horizontes!
Eternamente... eternamente...”

Más allá del oleaje de las pequeñeces, las luchas y las incertidumbres humanas, el espíritu de Mahler —un espíritu absoluto, tajante, radical— buscaba ese blaue Ferne, ese “horizonte azulado”, emblema del reposo pleno nacido de estar donde se quiere estar. La comprobación de que muchas “plenitudes” no eran sino burdas falsificaciones de ese “azul” hacía estallar el sarcasmo sonoro, espiritualmente afín con el absurdo kafkiano. Durante muchas sinfonías, en una etapa vital llena de brío, Mahler tradujo su visión de esa meta como conquista obtenida tras la lucha; luego esa idea se resquebraja y el horizonte se vuelve inquietante, como un sinónimo de desaparición. Pero al fin, en la Novena y sobre todo la Décima, Mahler se transfigura: sin renunciar a ninguna cicatriz, ese peregrino de cincuenta años parece sonreír en paz, mientras avanza al encuentro de su meta con una tranquilidad nueva, teñida de dulzura y majestad. No sin razón un espíritu muy cercano en carácter a Mahler, como fue Wagner, quiso bautizar a su último hogar como Wahnfried (=Paz de la Ilusión). Esa Paz, esa “Primavera eterna”, verde y florida, casi parece uno respirarla en los compases finales de la Décima Sinfonía, y personalmente, aún más en el inefable “Ewig... ewig...” (Eternamente, eternamente...) que cierra La Canción de la Tierra.
tumba de Mahler
Tumba de Gustav Mahler

jueves, 1 de enero de 2009

Spektacular

Regina Spektor no es autora de canciones, sino de pequeños mundos en donde todo parece evidente, fácil, inspirado, bien puesto... Hace tiempo no me sentía tan atrapado por una música que a poco de oír, uno ya la siente “necesaria”, inolvidable... ¿Quién las sacó de la nada? Esta hermosa mujer judía-ruso-neoyorquina.

En tiempos de la Perestroika, una pequeña inmigrante llegaba con su familia a los EE.UU., dejando atrás su piano (porque nada soviético era admitido en los U.S.A.) pero trayendo consigo la imaginación musical y la voz que nos sorprenderían a todos.

Revisando páginas de Internet he encontrado calificativos variados para ella. Hay quien dice que su registro vocal tiene un “desgarro masculino”; para otros “te hace sentir tu amiga”. La mayoría alaba su música a la vez íntima y comunicativa. En lo personal me sorprende su capacidad de ser inconfundible, tanto como su habilidad para fundar “microcosmos”. Algo en su naturalidad me recuerda a Yann Tiersen, mientras su particular voz aporta ese timbre dulce y dramático que la hace tan llamativa. También su formación en música clásica es reconocible; allí están sus temas “Aprés moi” o “Us” para evidenciar un piano acompañante que recuerda la elaboración de los lieder alemanes. Sus canciones amalgaman sencillez y musicalidad, disimulando una estructura bien planteada con introducción, exposición, desarrollo, reexposición y cierre, aunque sin la mínima dependencia a esquemas formales o premeditación académica. En Regina Spektor, la música se mueve con deliciosa y femenina fluidez.
La niña que quiso ser concertista es ahora la creadora que atrapa a los pocos acordes. Insisto: le bastan pocos acordes; desde el comienzo ella sabe lo que quiere decir y rápidamente comienza a decirlo. Sólida y experimental a la vez.

 

 (Enlace a la letra de esta canción conmovedora) 

Hablando por mí mismo, en Spektor he descubierto a una mujer y una voz para admirar. Sé que no me cruzaré con ella mañana, que no hablo su idioma ni soy su vecino... pero es una de esas personas a las que me gustaría dar un abrazo de reconocimiento y de gratitud. Y no me digan que me simpatiza por el solo hecho de ser rusa... 


 
“Pobre Niñito Rico”. Regina Spektor toca el piano con la mano izquierda, marca el ritmo con una baqueta en la derecha, explica la canción y luego canta. Todo en uno. 

Cierro con dos canciones emblemáticas: la bella y ya famosa “Fidelity”, y la sorprendente “Us”, verdadero mundo cerrado. En “Fidelity”, la letra tiene un par de frases que descubren la urgencia interior de todo creador:  
I hear in my mind All these voices I hear in my mind all these words I hear in my mind all this music And it breaks my heart
“Escucho en mi mente todas estas voces, estas palabras, esta música... y me parten el corazón”.

   
Regina Spektor: Fidelity  
Regina Spektor: US

La Música Simple


Jardín de rocas

Todo lo Bueno es, en el fondo, Simple. Ni pomposo ni intrincado ni pretencioso, sino descaradamente simple. Toda gran idea, toda gran música, en fin, toda cosa que admita cualquier matiz de grandeza, parte de una raíz simple; que no es básica ni deficiente, sino rotunda como un monosílabo. Hasta Dios, para responder a la pregunta “¿Quién eres?”, sólo dijo: “Yo soy”. No pretendo teologizar, sino apuntar al meollo de mi argumento: esa sencillez de las cosas buenas consiste en ser plenamente aquello que son, sin aparentar lo que no son. Belleza sin cosméticos. Pura evidencia.

Esto es lo que más me conmueve de la música clásica. Cierto que muchos autores se pierden en una imponente demostración de lógica... pero para mí, primero parten de cosas simples. Ideas tan luminosas que nos atrapan de inmediato. Verdaderos eurekas musicales que cualquier niño puede repetir, y que a menudo se traspasan a la memoria colectiva, viviendo una vida propia. Bach, con toda su matemática, siempre parte de una hermosa idea simple. Compruébenlo. Mozart... Bástenos recordar que cuando sus óperas se estrenaron en Praga, la gente silbaba sus arias en la calle. Dvorak... quien haya oído la melodía de las trompetas, en el final de la “Sinfonía del Nuevo Mundo”, no la olvidará nunca más. Verdi... ¿quién no ha canturreado “La Donna é mobile” o la Marcha de “Aída”? Beethoven... ¿hay alguien que no conozca las cuatro notas con que empieza la Quinta Sinfonía? Quizás la más famosa secuencia de notas que se haya compuesto.

No es la única razón, pero pienso que cuando la música fue perdiendo sencillez (sencillez fecunda, repito, no empobrecedora), perdió el enganche. Y fue el momento en que prosperó la música popular, ofreciendo (o tratando de ofrecer) esa belleza accesible que conmueve y arrastra.

Pero entre los músicos actuales, con su marketing a cuestas, a veces uno escucha más pretensión que música. Los que perduran, sin embargo, siempre son los que tenían el don de, un poco “divinamente”, decir en su música “esto es”.


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A modo de ejemplo, un tema que brilla tanto por su belleza como por su sencillez.


Sting ... Fields of Gold

Feliz 2009

Muy Feliz Año a todos. Comenzar un nuevo año declarando esperanza es, hoy en día, todo un atrevimiento. El mundo ofrece un menú de atrocidades que amenaza con hundir nuestro espíritu en el más negro pozo de pesimismo; pero esa triste victoria es justamente lo que no podemos permitir. Es necesario afirmar esperanza hoy más que nunca, porque hoy más que nunca es cuando hace falta.

Es preciso evocar e invocar las noblezas y las bellezas que esta Humanidad contradictoria ha engendrado en todos los tiempos, aliviando la pobreza moral de tantos de sus hijos. Debemos reconocer que a partir de uno solo (nosotros mismos) es posible modificar las cosas, desde que tengamos la determinación para hacerlo. Querer es poder, dicen los españoles.

Por eso, a cada uno de mis amigos y amigas, bloggers o no, cercanos o lejanos (en especial para cierta personita adorable que deambula ahora en una ciudad nevada), quiero desearles el mejor año posible: fructífero, luminoso, determinante, inolvidable. Que la realidad supere las mejores expectativas... aunque lo haga de manera inesperada, como muchas veces suele suceder.
 
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