martes, 13 de enero de 2009

Un Horizonte Azulado



Se dice que la duda es defecto del hombre inteligente. Será porque una visión lúcida descubre un océano de matices más allá del blanco y del negro. Mientras más amplio el asunto, más se abre el abanico de posibilidades incubadas. Tanta alternativa dificulta una elección rápida; la voluntad tarda y surge entonces la vacilación.
Claro está que hay hombres inteligentes y a la vez determinados; pero incluso en ellos, la firmeza no disculpa un riguroso examen previo de las posibilidades. Incluso más: en algunos, esa firmeza convive con la incertidumbre.

La determinación fue una de las cualidades célebres de Gustav Mahler. Apabullante y hasta pavoroso en ciertas circunstancias, Mahler aparecía frente a todos como un ser inmune a cualquier adversidad; ni su origen étnico en una época y continente donde era particularmente incómodo, ni su cuna modesta ni su nacionalidad — nada lograba ser un obstáculo duradero entre aquel hombre y sus objetivos. El convencimiento de sus propios méritos solía llegar a la arrogancia, y su ímpetu demolía cualquier mediocridad. Mucho antes que el “Milagro Karajan” causara tanta sensación, la antigua Europa se había agitado con la Detonación Mahleriana. Consecuentemente, la música de estos años de manifestación ante el mundo es lo que podríamos llamar “música de afirmaciones”, escrita por un compositor lleno de convicción inapelable.

Poco más adelante, sin embargo, la vida de Mahler conocería los laberintos de la tristeza y la decepción, viéndose despojado, a veces cruelmente, de sus familiares más queridos, sus maestros y amigos más admirados o sus sueños más acariciados; en suma, experimentaría la fragilidad de su propio mundo. Y el gigante comenzaría a inclinarse bajo los golpes del infortunio.

También su época presentía un ocaso cercano. Y, si una máxima nos recuerda que “el estilo es el hombre”, digamos también que “el hombre es su tiempo”; la sensibilidad de los creadores impregna sus obras con las intuiciones que los rodean. Eso ocurría entonces en Viena. Los valses de Strauss o la última fase de Brahms, por ejemplo, cargan un pathos inclinado a la nostalgia, al que se alude a veces como “otoñal”, disimulado entre los dorados fulgores del Imperio.

Mahler por su parte, y eso me llama la atención, comienza a escoger soluciones musicales ambiguas para sus obras, utiliza acordes cada vez más amplios e indecisos en su tonalidad, va agudizando la sensación de desgarro, varía la orquestación, carga la tinta negra de sus Scherzos, y siente una fascinación cada vez más viva por lo trascendente, lo metafísico, quizás como refugio o explicación. Aquí, en esta nueva riqueza artística, es donde a mi juicio se instala la vacilación, la falta de un remate rotundo en las frases mahlerianas, que quedan así deliberadamente abiertas.

Mahler no abandonará su innata determinación, pero dará inicio al diálogo con la incertidumbre.

Ewig, ewig ...

Quizás esa incertidumbre que merodea atrás de sus certezas —o atrás de la imponente masa orquestal con que el compositor pareciera querer ahogarla, y que sólo acaba amplificándola— sea reflejo de una ansiosa búsqueda de identidad. Cuando estampó su sentimiento apátrida en una famosa declaración —“bohemo entre los austríacos, austríaco entre los alemanes, judío en todo el mundo”— Mahler develó también la inestabilidad de quien carece de ese piso firme llamado pertenencia; al contrario de la mayoría, él nunca podía echar raíces profundas en su entorno.

La falta de un lugar que reclamar como propio o por el cual ser reclamado, no simplemente admitido, puede pesar dolorosamente en una sensibilidad artística. Aliviar esa carencia (=hallar ese estado de reposo, ese “lugar”) se convertirá en un propósito urgente. Mientras no se alcance, el desarraigo rondará como un fantasma, suscitando el ansia de recuperar cierta plenitud perdida que la infancia simboliza como ideal (y de ahí el largo caudal de inspiración que Mahler obtuvo de ella). La misma ansia se asoma, transfigurada, en los versos autógrafos con que el compositor coronó una de sus obras mayores:

Die liebe Erde allüberall
Blüht auf im Lenz und grünt aufs neu!
Allüberall und ewig blauen
licht die Fernen!
Ewig... ewig...

¡De nuevo la tierra amada
florece y reverdece por doquier en primavera!
¡En todos los confines, eternamente,
brillan azules los lejanos horizontes!
Eternamente... eternamente...”

Más allá del oleaje de las pequeñeces, las luchas y las incertidumbres humanas, el espíritu de Mahler —un espíritu absoluto, tajante, radical— buscaba ese blaue Ferne, ese “horizonte azulado”, emblema del reposo pleno nacido de estar donde se quiere estar. La comprobación de que muchas “plenitudes” no eran sino burdas falsificaciones de ese “azul” hacía estallar el sarcasmo sonoro, espiritualmente afín con el absurdo kafkiano. Durante muchas sinfonías, en una etapa vital llena de brío, Mahler tradujo su visión de esa meta como conquista obtenida tras la lucha; luego esa idea se resquebraja y el horizonte se vuelve inquietante, como un sinónimo de desaparición. Pero al fin, en la Novena y sobre todo la Décima, Mahler se transfigura: sin renunciar a ninguna cicatriz, ese peregrino de cincuenta años parece sonreír en paz, mientras avanza al encuentro de su meta con una tranquilidad nueva, teñida de dulzura y majestad. No sin razón un espíritu muy cercano en carácter a Mahler, como fue Wagner, quiso bautizar a su último hogar como Wahnfried (=Paz de la Ilusión). Esa Paz, esa “Primavera eterna”, verde y florida, casi parece uno respirarla en los compases finales de la Décima Sinfonía, y personalmente, aún más en el inefable “Ewig... ewig...” (Eternamente, eternamente...) que cierra La Canción de la Tierra.
tumba de Mahler
Tumba de Gustav Mahler

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