
Segundo Teatro de Odesa, Ucrania, hacia fines del siglo XIX
La tensión entre la verdad y la mentira es una constante de nuestra naturaleza. No hay área de la actividad humana que se haya librado, y ahí está la música para probarlo. Hay de todo:
falsas atribuciones (como el supuesto
Adagio de Albinoni, escrito en realidad por Remo Giazotto en 1945, o la supuesta
Ave María de Caccini, obra de Vladimir Vavilov en 1970),
copias de lo propio y de lo ajeno (práctica habitual en
Händel),
apropiaciones deliberadas (las canciones de
Fanny Mendelssohn que
Félix hacía pasar por propias, o el famoso caso del Réquiem de
Mozart). Para complicar más las cosas, están los engaños que no son tales, por ejemplo aquellos
regalos de un compositor a otro (valses escritos por
Josef Strauss y luego cedidos a su famoso hermano
Johann) o hasta
compositores que publicaron mediante seudónimos (el joven
Brahms que firmaba sus obras tempranas como “G.W. Marks”). Todo ello ofrece un panorama fecundo en engaños del más blanco al más negro.
La obra elegida para esta entrada figura entre los negros: ocasionó uno de los más sonados (y sabrosos) embustes del siglo XX. Me refiero a la
Sinfonía nº 21 de Nikolai (Mykola) Dmitrievich Ovsianiko-Kulikovsky. ¿No conocen a este compositor? Es natural; nunca existió. O para ser exactos, existió el hombre, pero que se sepa nunca escribió música. Aun así, a mediados del siglo XX los círculos musicales soviéticos fueron sacudidos con el anuncio de una sinfonía recién descubierta, datada en el año 1810 y con la cual Ovsianiko-Kulikovsky habría inaugurado el flamante teatro de Odesa. Poco tardó la publicidad oficial en asegurar al mundo la existencia de un
“Haydn ruso”...
El compositor fantasma
La ciudad ucraniana de Odesa ha recibido diversos cumplidos. Unos la llaman todavía “La Perla del Mar Negro”, mientras para Pushkin era “la más europea de las ciudades rusas”. Fundada oficialmente en 1794 por decreto de Catalina la Grande, quien la quería como puerta marítima del sur del Imperio ruso, la ciudad ocupó el mismo lugar físco que antaño albergó florecientes colonias griegas y romanas, barridas luego por las hordas tártaras. Aun así las huellas helénicas persistieron; el nombre mismo de la ciudad viene de la colonia griega de Odessos, que la reina Catalina cambió al género femenino. (En esto hubo un malentendido geográfico puesto que la verdadera colonia de Odessos se situaba en la actual Varna, Bulgaria).
Lo que comenzó como un modesto puerto llegó a ser rápidamente, gracias a una serie de gobiernos atinados, la cuarta ciudad del imperio zarista. Durante el siglo XIX las palabras de Pushkin no hicieron sino cumplirse al pie de la letra. La urbe, confortable y desarrollada, alcanzó un nivel cultural envidiable, mientras las bondades de su clima atraían a nobles y potentados. Odesa contaba además con un teatro de ópera, por supuesto; allí las funciones se ofrecían en ruso, polaco, alemán, italiano y francés. El día de la inauguración del edificio en 1810, un terrateniente amante de las artes presentó su orquesta particular de siervos con una sinfonía especialmente compuesta para la ocasión, en la cual introdujo aires folklóricos y concluyó mediante una danza característica, la
kazachok. Este anticipo de la futura Escuela Rusa venía firmado por el mencionado
Ovsianiko-Kulikovsky... o al menos eso aseguró el “descubridor” de la partitura,
Mijaíl Goldstein (* Odesa, 1917 — † Hamburgo, Alemania, 1989).
Auge y caída de una ilusión
Tumba de M. Goldstein en HamburgoEl camarada
Goldstein venía de un hogar con aptitudes musicales. Tenía un famoso hermano menor,
Boris Goldstein (* Odesa, 1922 — † Hanover, Alemania, 1987), uno de los más consumados intérpretes del violín durante el siglo pasado.
Mijaíl había sido también un prodigio del instrumento, ofreciendo conciertos desde tierna edad y grabando varios discos; pero una herida en la mano detuvo su carrera. Desde entonces se dedicaba a la enseñanza y a la composición. El origen judío de la familia le trajo complicaciones más de una vez, algo que nuestro músico nunca aceptó de buena gana. Esto llegó al extremo cuando un crítico musical fustigó agriamente a
Goldstein por recurrir a temas folklóricos en sus obras, alegando que él como judío no podía entender la cultura ucraniana ni tenía derecho a emplearla en sus composiciones... Herido,
Goldstein escribió una sinfonía acompañada por datos cuidadosamente fabricados: biografía para el compositor ficticio, año de composición de la obra (1805), incluso datos del estreno (“para la dedicación del Teatro de Odesa en 1810”) y, por supuesto, con abierto uso de los mentados temas folklóricos. Luego, confabulado con un crítico musical, la dio a conocer como “hallazgo”;
pero la broma se les escapó de las manos. Así lo recordaría el mismo
Goldstein años más tarde.
“Debo admitir [...] que si hubiera compuesto esta sinfonía a principios del siglo XIX, su aspecto sería totalmente diferente. Yo daba por sentado que mi engaño quedaría al descubierto en seguida; nunca pensé encontrar a tal cantidad de gente ingenua. Como sea, el resultado fue completamente distinto [al esperado]. El deseo por granjear beneficios de mi ‘descubrimiento’ redundó en una promoción de entusiasmo sin precedentes”.
Es que la existencia de un temprano sinfonista ruso comparable a los famosos músicos europeos era una golosina para la máquina de propaganda soviética, y el prudente análisis de la obra fue pasado por alto.
La sinfonía fue rápidamente grabada por la mejor orquesta soviética (la Filarmónica de Leningrado) para el sello Melodiya y celebrada en los círculos musicales... No obstante, la verdad afloró a finales de los años 50 del siglo pasado.
Goldstein admitió su autoría, fue acusado públicamente de mentiroso y traidor, y todas las referencias a la sinfonía o a su presunto autor fueron eliminadas de las publicaciones oficiales. Tiempo después
Goldstein decidió partir al exilio, finalizando sus días en el puerto alemán de Hamburgo. Allí tuvo tiempo para desarrollar una carrera pedagógica que le mereció, al fin, laureles y reconocimiento. Gozoso fin de un hombre inquieto.
Mucho tiempo antes de estas complicaciones hubo otro compositor en quien culminó la aproximación de las dos vertientes musicales (nacionalista vs. de orientación europea) que habían dividido a la música rusa. Aleksandr Konstantínovich Glazunov (* San Petersburgo, 1865 — † París, Francia, 1936) fue pupilo de Balákirev y Rimsky-Korsakov, adscrito por tanto a la corriente nacionalista, pero años más tarde pasó al “bando opuesto” como profesor del Conservatorio de San Petersburgo. El talento descollante de Glazunov le permitió un dominio virtuoso de la paleta instrumental.
Autor de ocho sinfonías (dejó inconclusa una Novena),
combinó la musicalidad “objetiva” y sereno aliento épico de Borodín con el lirismo de Chaikovsky, además del
colorido tímbrico de su mentor Rimsky. La
Cuarta Sinfonía, en Mi bemol es una obra madura, nacida casi en el último lustro del siglo XIX y en el período creativo más fértil de su autor. Diseñada en sólo tres movimientos
(I. Andante. Allegro moderato — II. Scherzo. Allegro vivace — III. Andante. Allegro), la coherencia de su discurso avanza en esas “interminables melodías” que mi amigo
leiter apunta como característica rusa. ¡Que disfruten este banquete ruso!