BUENOS AIRES, 1949, Editorial Losada, Pg. 399 y ss.
Baudelaire asistió a los famosos conciertos Pasdeloup de los días 25 de enero y 1º y 8 de febrero de 1860 que fueron para muchos de los que iban a convertirse pronto en los defensores de la música wagneriana en Francia una revelación trastornadora. Había ido a la sala de los Italianos (sala Ventadour) ‘bastante mal dispuesto, lleno de malos prejuicios’, como confesó algunos días después al propio Wagner en una carta ahora célebre. Pero inmediatamente se había sentido transportado. ‘Ha sido esa música —le confesó a Poulet-Malassis— uno de los grandes goces de mi vida; hace quince años que no sentía semejante rapto’. Quince años, es decir desde 1845, precisamente desde que conoció la obra de Delacroix.
El negocio de los conciertos terminó con un déficit de 11 mil francos. Esta pérdida material no habría tenido mucha importancia si hubiese sido compensada con el buen éxito artístico. Pero la prensa del bulevard se desbocó contra el músico revolucionario, el ‘Marat de la Música’. ‘Esta música —escribió en su Biographie Universelle des Musiciens el musicógrafo belga Fétis, uno de los oráculos del momento— esta música que debía ser la del porvenir es ya la del pasado’. Entonces fue cuando Baudelaire, entristecido por el fracaso, indignado por los artículos venenosos que se habían publicado en Le Ménestrel y Le Messager du Théatre, y todavía más por un artículo pérfido de Berlioz publicado en el Journal des Débats, envió a Wagner esta carta de un desconocido en la que le grita su admiración y que termina con las siguientes palabras: ‘No agrego mi dirección porque usted creería quizá que tengo que pedirle algo’. Se había presentado modestamente como ‘alguien que no entiende de música y cuya educación a este respecto se limita a haber oído (con gran placer, es cierto) algunas bellas obras de Weber y Beethoven’.
Merece la pena señalar que, en efecto, antes de su encuentro con Wagner se preocupaba poco por la música y apenas asistía a los conciertos. Y después de esa especie de fulminación que sufrió en la sala de los Italianos apeló a las impresiones coloristas para tratar de explicar por analogía sus impresiones sonoras. En otro tiempo había convertido los cielos melancólicos de Delacroix en ‘un suspiro ahogado de Weber’. Y ahora, recíprocamente, tomaba de la pintura los términos con que describía el proceso ascendente de su emoción musical:
‘Supongo que tengo ante mis ojos una vasta extensión de un rojo oscuro. Si este rojo representa la pasión, lo veo llegar gradualmente, mediante todas las transiciones de los colores rojo y rosado, a la incandescencia del horno. Parecerá difícil y hasta imposible llegar a algo más ardiente, y sin embargo, un último cohete traza un surco más blanco sobre el blanco que le sirve de fondo. Éste será, si así lo quiere, el grito supremo del alma llegada a su paroxismo.’Wagner, ocho años mayor que Baudelaire, tenía entonces cuarenta y seis años. A pesar de las contrariedades de su destino y de las servidumbres materiales a las que estaba todavía sujeto, era ya ilustre en Alemania, donde había alcanzado triunfos. Baudelaire, en aquel fin de invierno de 1860, se afilió al grupito de los primeros adeptos franceses, los Léon Leroy y Gasperini. Pronto el poeta se hizo presentar al músico. En los días de buen tiempo de abril solía verlo en la terraza del Tortoni, adonde iba Wagner algunas veces seguido por su perro Fips.
El maestro se alojaba en el número 16 de la calle Newton, en el barrio de la Estrella; había alquilado el palacete del novelista Octave Feuillet. Baudelaire acudía allá los miércoles con Gounod, Berlioz, colega poco seguro al que Wagner halagaba; el dibujante Gustave Doré, Émile Ollivier, Malwida de Meysenburg, Jules Ferry, entonces un simple abogado, y una cantidad de adulones curiosos como los que se apretujan siempre en París alrededor de los visitantes de paso que tienen alguna fama. Minna, la primera esposa de Wagner, buena ama de casa, había ido desde Dresde. Vivía en la casa de un departamento separado, pues cada esposo residía en un piso, y huía de los visitantes, aunque dirigía los sirvientes, que eran tres. ¡Cuán poco se parecía aquella bohemia fastuosa, alimentada por los adelantos de Wessendock a cuenta de la Tetralogía y por los derechos cobrados al editor Schott por la venta de El Oro del Rin, a la aguda estrechez de Baudelaire, que mantenía su pobreza con los sueños del opio en una oscura habitación amueblada de la calle de Amsterdam!
Sin embargo, el poeta quería y respetaba a aquel hombrecillo extraño con patillas, la frente turriforme, el mentón saliente, efervescente, gesticulador, excéntrico, que vestía por la mañana una toga de seda de color violeta de obispo, cubría su enorme cabeza con un gorro de terciopelo y hablaba con gestos enérgicos en un francés muy malo. Distinguía en él al farsante sublime, portador de un mensaje sagrado, al que los dioses envían a ‘este mundo aburrido’ para consolar con cantos y sonidos todavía no oídos a nuestra triste humanidad, al genio capaz de crear un pueblo de héroes, un universo de gigantes, al gran bardo alemán llegado del fondo de la selva sajona para conquistar al París espirituoso, burlón y duro.
MÚSICAS WAGNERIANAS PARA DESCARGAR
- “Descendons gaiement la courtille”, pieza para vodevil (coro y orquesta al estilo de Offenbach)
- Obertura de Tannhäuser, en versión de Otto Klemperer y The Philharmonia Orchestra.
4 comentarios:
¡Impresionante!, me refiero a las miradas.
Historia de un alma....¿qué es el alma?
Alma... Mahler tenía una respuesta de carne y hueso (sobre todo carne, a juzgar por su calurosa biografía). Porché hace un juego de palabras al comienzo del libro, estableciendo una distinción entre alma y espíritu (si de intrincar las cosas se trata...) y alegando que el alma muere pero el espíritu es inmortal. Lo cual no explica nada, pero acaba siendo bonito. Y con eso acabo también este comentario perfectamente inútil. Pero es mi blog y punto ¿pelota?
¿Qué es el alma?.
Respuesta: "Adios a las almas" (Fernando G. Toledo.Razón Atea)
¿Qué es el alma? Lo que de nosotros perdura, la llama de Quevedo, esa que “sabe nadar el agua fría” de la muerte. La raíz inconfundible de nuestra identidad. Lo que se ama. Lo que se odia.
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