
“El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria. Hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse”.
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Me parece curioso recordar la época en que se esgrimía el concepto “modernidad” para dar (o quitar) aprobación a las tendencias artísticas. Curioso, digo, porque la “modernidad” es una situación atada al tiempo, necesariamente, y el tiempo no tiene domicilio fijo. Lo único que podemos saber acerca del futuro es que aún no existe, luego no tiene propietarios (aunque sí especuladores). Existe el momento presente, pero al modo incompleto de todo lo que está siendo. Nos queda, pues, nuestro pasado como única certeza consolidada. Sólo a partir de él podemos definir el presente y aventurar el futuro. Es nuestra primera posibilidad de perspectiva. Por ende, el pasado de nuestra cultura merece ser tenido más en cuenta para obtener de él toda su latente riqueza. Así es como lo transitoriamente “moderno” se hace duraderamente “clásico”.
Y eso me lleva a otro rasgo notable de épocas pasadas (es decir, del presente de antaño) como fue el haber centrado sus afanes en lo definitivo, lo permanente, lo duradero. Hoy el acento está en lo efímero, que tanto es veloz como desechable. Quizá por eso en nuestra “Era Fugaz” la vida se acelera continuamente —y hasta hemos perdido el dominio sobre la velocidad, quedando a merced de ella— mientras la “Era de lo Duradero” tendía al sosiego. El problema de acelerar es que el entorno desaparece y el ámbito visual se va focalizando cada vez más. La velocidad realza lo inmediato pero disminuye la amplitud del paisaje. Y la inteligencia humana, para comprender, requiere contexto, perspectiva. Amplitud. Recién entonces descubrimos el significado de cosas que antes descuidamos por tratarlas “a la rápida”. La información recopilada en fragmentos adquiere, por virtud del sosiego, súbita coherencia, y nos formamos una idea acabada de la realidad. Es cuando pronunciamos nuestros eurekas.
Por eso “hay que hacerse un tiempo” para escuchar a los grandes polifonistas. Es decir, los disfrutaremos verdaderamente cuando nos detengamos para oírlos. Cuando atendamos. Cuando sincronicemos nuestro ritmo con el movimiento vívido, lúcido y pacífico de estos compases. Será entonces cuando el mensaje de esta música se hará evidente, por así decir, con paz de útero.
De esta manera poco convencional he querido proponerles la audición del disco “Beyond Chant — Mysteries of the Renaissance”. Disfruten la mejor música para esta época del año:
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1. Sicut Cervus / Palestrina
2. Ave Maria / Josquin Desprez
3. Justorum Animæ / Orlando de Lassus
4. Jesu Rex admirabilis / Palestrina
5. Exultate Deo / Palestrina
6. Exultate Justi / Viadana
7. Jesu, dulcis Memoria / Victoria
8. Ave Verum Corpus / William Byrd
9. Salmo 90 / Sweelinck
10. Salmo 96 / Sweelinck
11. Hodie Christus Natus Est / Sweelinck
12. O Maria Virgo Pia / Anónimo medieval
13. Tu Pauperum Refugium / Josquin Desprez
14. O Sacrum Convivium / Thomas Tallis
15. If Ye Love Me, Keep My Commandments / Thomas Tallis
16. Hossana to the Son of David / Gibbons
17. O Quam Gloriosum / Victoria
18. Selig sind die Toten / Schütz
19. Heu Nos Miseros / Leo
20. Exaltabo Te / Palestrina
21. O Sing Joyfully / Batten
22. O Magnum Mysterium / Victoria
23. Laudate Nomen Domini / Tye
24. Cantate Domino / Hassler
Fragmento de las «Danzas Sinfónicas», op. 45 (nº 1. Non Allegro)
Sergei Vasílievich Rajmáninov [Сергей Васильевич Рахманинов] (1873-1943) es probablemente uno de los compositores mejor tratados por las casas discográficas y las salas de concierto. Puede no concitar el elogio unánime de la crítica —encandilados con los rupturismos de Stravinsky, Prokofiev o Shostakovich— pero esa misma crítica tampoco ha logrado destruir jamás la adhesión de una amplia audiencia, firmemente cautivada por la fuerza dramática, el arrebato melódico, el impacto emocional, en fin, el pathos de este aristócrata eslavo. Y esto lo demuestra aquel “buen trato” a que aludí al principio: la industria musical sabe que Rajmáninov tiene público.
Sergei Vasílievich vivió la mayor parte de su existencia en el siglo XX, y es uno de los escasos “grandes” que lograron dejar memoria fonográfica de su talento; sin embargo, nuestro compositor nunca perteneció del todo al nuevo siglo.
Parte del encono de cierta crítica contra él derivó precisamente de este hecho. Lo fustigaban por negarse a abandonar su concepción musical, heredera del Romanticismo de un Chaikovsky, un Rubinstein o un Scriabin, a quienes conociera personalmente.
Pero a cambio de esa negativa a evolucionar en la misma dirección que lo hacía el resto, Rajmáninov produjo una obra de gran coherencia estilística, ansiosa por comunicar belleza y distribuida en amplia variedad de géneros, en especial el apartado pianístico. Es que el creador ruso poseyó legendarias facilidades como intérprete: sus casi dos metros de estatura se correspondían con manos capaces de abarcar 13 notas en el teclado, amén de la aptitud para reproducir obras complejas luego de oírlas una sola vez. Su carrera como virtuoso —una de sus más celebradas facetas como músico profesional— le merece un indisputable lugar entre los pianistas más grandes de todos los tiempos.
Sus conciertos para piano, seguramente los más conocidos del siglo XX, figuran también entre los más desafiantes nunca compuestos (en especial el Tercero) y aun así, en ellos la complejidad no ahoga su belleza y lirismo.
Dígase lo mismo del inspirado manejo de la paleta orquestal, de sus canciones (probablemente sea Rajmáninov el creador definitivo de la canción rusa de concierto) o de su obra coral.
La arquitectura musical le trajo problemas, dilema común para eslavos y latinos, pero sorteó el escollo con su fenomenal capacidad para comunicar emociones y “enganchar” con el oyente. En este punto específicamente —que no en otros— quizá sea Rajmáninov el más genuino continuador del gran Chaikovsky.
Seguro que ya desde el inicio (la Variación núm. 18 de la Rapsodia sobre un tema de Paganini) más de alguno/a se sentirá transportado. Pienso, por ejemplo, en mi amiga Mara, a quien dedico esta entrada.
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1. Variation No. 18 / from Rhapsody on a Theme by Paganini, Op. 43
2. Prelude in C Sharp minor, Op. 3 No. 2
3. Prelude No. 5 in G minor, Op. 23
4. Allegro scherzando / from Piano Concerto No. 2 in C minor, Op. 18
5. Adagio / from Symphony No. 2 in E minor, Op. 27
6. Tarantella / from Suite for 2 Pianos No. 2, Op. 17
7. Vocalise, Op. 34 No. 14
8. In the Silence of the Night, Op. 4 No. 3
9. Allegro scherzando / from Sonata for Cello and Piano in G minor, Op. 19
10. Spring Waters, Op. 14 No. 11
11. Lord, now lettest Thou Thy servant depart in peace / from Vespers, Op. 37 All Night Vigil
12. Allegro ma non tanto / from The Bells, Op. 35
13. Non Allegro / from Symphonic Dances Op. 45
Fragmento de «Ne timeas, Maria»
Ese compositor enorme que fue Tomás Luis de Victoria tuvo la fortuna de ver sus creaciones tratadas con aprecio ya desde la primera aparición pública. Él mismo, promotor habilidoso, supervisó varias reimpresiones de sus motetes y, por supuesto, de sus dos más absolutas obras maestras, el Oficio de Difuntos (Requiem) de 1603 y el Oficio de Tinieblas de 1585 —este último escrito para la Semana Santa y del cual pueden encontrar una referencia completa aquí—.
La religiosidad española del Siglo de Oro, a medio camino entre la Edad Media y el Renacimiento, estuvo marcada por una inusual floración mística (San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, para citar sólo dos figuras señeras) que ejerció amplísima influencia social. Precisamente a Victoria —abulense como la autora de Las Moradas— se le otorga el calificativo “místico” a la hora de definir sus características expresivas, y aunque algunos discuten la idoneidad del término, a mí me parece bastante apto para referir esa especie de asombro a la vez austero y dulce, expansivo pero recogido, en fin, esa “nostalgia de eternidad” que vibra en sus composiciones.
Otra característica del catolicismo ibérico que trasunta en el repertorio sacro de entonces es la devoción a la Madre de Dios, la Virgen María. Y precisamente este capítulo mariano informa el disco que les comparto hoy, con obras memorables del genial Victoria a cargo del no menos memorable Jordi Savall, dirigiendo las voces de La Capella Reial de Catalunya y los instrumentistas de Hespèrion XX. Disfruten esta música, con la cual vamos adecuándonos a las proximidades de la Semana Santa.
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Hoy, mientras preparaba esta entrada con material cedido gentilmente por nuestro amigo Fernando de León, la tierra volvió a estremecerse en el Japón. Otra vez fue emitida una alerta de tsunami; sobre todo, otra vez el pánico hizo presa de la población, no obstante su proverbial dominio de las propias emociones. Finalmente la alerta fue descartada, y el sismo de 7,4 en magnitud Richter no causó daños de cuantía... pero las múltiples heridas del gran terremoto/maremoto del 11 de marzo pasado siguen abiertas, y no debemos olvidarlas, por mucho que la prensa las omita discretamente a favor de novedades más bulliciosas. Don’t forget Japan!
Sunayarna, melodía japonesa en arreglo para piano y cello
Camille Saint-Saëns (1835-1921) fue, sobra decirlo, uno de los compositores franceses más importantes de los siglos XIX y XX, artífice de la renovación artística que permitiría llegar a Debussy y Ravel, a pesar de la objeción común que lo considera un músico demasiado formalista y académico. Cierto que sus desprecios eran sonoros, particularmente contra algunos “avanzados” (el citado Debussy, Franck o Stravinsky) pero nuestro compositor estuvo lejos de ser un pasivo conformista; al contrario, Saint-Saëns fue la inquietud intelectual personificada. Pianista extraordinario y músico dotadísimo, compartió el interés de los colegas de su tiempo por la música oriental (o al menos tenida como tal). No mencionaré su ópera más celebrada, Sansón y Dalila, con aquella célebre Bacanal que alcanzó vida propia en las salas de concierto; no, hoy nos centraremos en una colección muy poco divulgada en disco, escrita para las voces íntimas del cello y el piano.
Se trata de las ocho “Mélodies du Japon”, las cuales han llegado a mi conocimiento por vía del amigo Fernando de León, de quien tomaré prestadas las palabras de presentación:
“Del reciente viaje de mi hermana Mari a las Canarias sacamos un interesante tema relacionado con ese Japón hoy tan desolado y tan en peligro aún. Son las Melodías de Japón de Camilo de Saint-Saëns. Mari me preguntó si las conocía, yo contesté que no pero que las iba a conocer de inmediato. Y aquí comienza el misterio. Es una obra bellísima para violoncelo y piano compuesta por 8 estudios de nombres tan hermosos como la propia composición, a saber:
1. Souvenirs d’été (Natsu-no-ainaide)
2. Petite colline de sable (Sunayarna)
3. Mon pays (Marusato)
4. La pluie sur l’île (Johgarshirna-no-ame)
5. Oiseaux du bord de la mer (Hamachidori)
6. Regrets (Shikararete)
7. Départ de bateau (Defune)
8. Fleur (Yoimachigusa)
Pues bien, esta suite no aparece en ninguna relación de las obras de D. Camilo, por más que llevo una semana buscando; nada, la únicas referencias que encuentro son las de las grandes comercializadoras de la red (Amazon, Ciao, ArkivMusic, etc..) acerca de un disco, descatalogado ya, en el cual se incluye esta obra como relleno de los dos conciertos para chelo y orquesta de Saint-Saëns. Y por lo que se ve, es la única grabación realizada de esta pieza fantasma, que sólo aparece de vez en vez en Radio Clásica de Radio Nacional de España.
Por los ejecutantes tampoco sacamos gran información, André Navarra (chelo) y Annie d’Arco (piano), ambos laureados intérpretes de sus respectivos instrumentos.
Yo la he extraído del podcast de RNE, pero no he podido sacar más información que ésa; por lo visto el disco está colgado en eMule pero yo, debido a una desagradable experiencia, no frecuento el mundo del P2P.
Les dejo el enlace para bajarlo; no dejen de escuchar esta obra, es pequeña y merece la pena. Si alguno encuentra o conoce alguna información más sobre ella, le agradecería que nos la comparta.”
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«Marina surrealista» , de Urbano Lugrís González (1969) Hagamos un alto momentáneo a la música de Bruckner (que luego vuelve)...