
La música rusa del siglo XIX fue más que Tchaikovsky, y lo sabemos, pero la popularidad mundial que disfruta el más grande sinfonista ruso de su tiempo ha eclipsado en el extranjero a otros compatriotas, llenos de méritos pero sin igual suerte, retrasando para ellos la llegada de los laureles. No es un fenómeno extraño, y si hubo culpables, no fue el compositor. Así como Rusia no era ajena a reyertas entre sus artistas ni a la formación de bandos que operan como bandas, también el público cae a menudo en la tentación de simplificar las cosas, concentrando su interés en unos pocos nombres en vez de explorar todas las posibilidades de un estilo o de una escuela.
Pero el tiempo coloca las piezas en su lugar. Y estamos por fin todos de acuerdo en que la grandeza del arte ruso descansa sobre muchos hombros. Hoy me detengo en dos nombres que han avanzado desde la oscuridad a la gloria: el Dr. Aleksandr Borodín y el ex-oficial Modest Músorgsky. De hecho, la mayoría de los aficionados a la música los conoce. Ambos, como Tchaikovsky, tenían nobleza en su sangre, pero ambos, a diferencia de Tchaikovsky, militaban en pro de la «música nacional», vale decir, inspirada en las directas fuentes populares, negándose a occidentalizar su lenguaje para así preservar la autenticidad de su expresión. Ambos eran conocidos miembros del Grupo de los Cinco, belicoso puñado de compositores de talento desigual que había reclutado Mili Balákirev en directa oposición al más formal Conservatorio de San Petersburgo. No es que este último centro despreciara la cultura de su terruño; pero las posturas radicales desprecian los matices.
Como sea, el Dr. Borodín, médico-químico de prestigio europeo, se dedicaba muy de vez en cuando a cultivar las innegables dotes musicales que la Naturaleza le había concedido. No extrañará, pues, lo exiguo de su producción; y sin embargo se las arregló para firmar varias obras notabilísimas, entre ellas dos sinfonías completas y una tercera apenas esbozada que finalizará Glazunov, tras la muerte de su autor. Para describir su carácter me remito a palabras de Lucien Rebatet, las cuales suscribo salvo en la despectiva referencia a Mendelssohn:
Borodín poseía grandes facultades, y es una lástima que su filantropía y su vida bohemia no le permitieran explotarlas mejor. De los Cinco, fue al único al que le atrajo la música «pura» en sus dos cuartetos, sus tres sinfonías. La primera, de una elegancia aristocrática como todo cuanto tocó este descendiente de reyes caucasianos, se abandona aún un poco a las frivolidades de un Mendelssohn. La segunda, viril y amplia, mucho más «rusa», es la más bonita. Lo que conocemos de la tercera no augura inferiores méritos, pero quedó inconclusa. De su grupo, Borodin es asimismo el más natural y poéticamente melodista.
Hoy les ofrezco la audición de obras de ambos compositores: la estupenda Segunda Sinfonía de Borodín, así como su cuadro sinfónico En las estepas del Asia central, y de su ópera El príncipe Igor: la Obertura y las Danzas Polovsianas. Completando el repertorio, dos piezas de Músorgsky: el poema sinfónico Una noche en el Monte Calvo y la Danza de las Esclavas Persas, de la ópera Jovánshina. Las batutas son ilustres: Rafael Kubelik, André Cluytens, Herbert von Karajan, William Steinberg y Constantin Silvestri, dirigiendo formaciones como la Filarmónica de Viena, la Sinfónica de Pittsburgh y la Orquesta Filarmonía de Londres.
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