Un 3 de abril de 1897, sábado, falleció en Viena Johannes Brahms, víctima de cáncer al hígado. Muchos consideran que su muerte cierra todo un ciclo de la música: con él se despiden los antiguos linajes artísticos que remontaban a Bach, Schütz o aun antes, cultores de un “artesanato inspirado” que abarcaba lo cotidiano y lo sublime, en acatamiento a una tradición considerada un tesoro para nutrirse uno mismo y al cual aportar nuevos caudales.
Con la desaparición de Brahms, la música alemana seguiría principalmente la estela grandiosa de Wagner y llegaría a los límites de la tonalidad, hasta romper con todo en la revolución de Schönberg mientras el antiguo mundo europeo se venía abajo con cruentas guerras mundiales.
* Respecto de lo anterior, acotó mi amigo Carlos Sala, “aun así, Schoenberg lo tomaba como modelo para el trabajo temático y de la variación constante. Intérpretes de música del siglo XX, recomiendan cantar Schoenberg con la misma carga emocional que hacen con Brahms”.
Yo soy un brahmsiano, y eso ustedes ya lo saben (también un schubertiano, lo cual es perfectamente afín). Hoy es un día para escuchar alguna de las cuatro sinfonías del barbudo maestro de Hamburgo, y para repetir la famosa divisa de la música germana: Bach, Beethoven y Brahms.
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