Persistir en el tiempo. Derrotar al Olvido. Aspiraciones tan esenciales, que vertebran y justifican gran parte de nuestros esfuerzos una vez que abandonamos la niñez. A cambio de un puñado de años, la eternidad; envidiable trueque, ¿pero cómo conseguirlo? No pretendo despejar aquí un asunto tan intrincado, sino apuntar una de las maneras en que hemos ayudado a otros a lograrlo: el canto.
Por algún motivo todo aquello que nos llena el corazón, cautiva nuestro asombro o excede nuestra comprensión acaba transformándose en música. Y en poesía, claro, pero no habita en libros sino en voces. La posteridad en esta tierra es profundamente musical. También arquitectónica, pictórica o escultural; pero, por así decir, “la Esfinge no canta”. La vida que no impregna la piedra, palpita en las canciones. La música cantada —ya lo dije antes— implica necesariamente una recreación, revive con nuestro aliento; y como retribución, le permite a ciertas vidas quedar impresas en canciones, las cuales preservarán como un altar o un patíbulo sus mejores y peores momentos, mucho después que esas trayectorias hayan sido cortadas por el dedo seco de la muerte. Serán un testamento.
Todos aquellos que han motivado una canción popular pueden sentirse dueños de una cuota de inmortalidad. El Olvido suele cobrarse una pequeña venganza adulterando los rasgos originales en beneficio de la leyenda, pero eso no quita méritos. ¿Quién conoce hoy el humor con que despertaba Ulises, el peinado favorito de Scheherezada, los ademanes de Lorelei...? Ni siquiera sabemos si la leyenda los fabricó por completo, o si la sencillez de una humanidad como la nuestra era suya también, antes que las historias y las canciones cincelaran otro rostro. El Mozart histórico ha cedido su realidad a un personaje de ópera (“Mozart y Salieri”, de Rimsky-Korsakoff) o del cine (“Amadeus” y su carcajada equina); otro tanto sucede con Leonardo, comienza a suceder con Einstein o sucederá con Juan Pablo II. La curiosa memoria humana recuerda mejor un Arquetipo, que un rostro común.
Pero eso importa poco. La música es un buen amuleto contra la muerte. Ya sea un himno gregoriano, una balada nórdica, un cante flamenco... ahí se va tejiendo la memoria que persistirá mucho más allá de nuestros propios días.
Por algún motivo todo aquello que nos llena el corazón, cautiva nuestro asombro o excede nuestra comprensión acaba transformándose en música. Y en poesía, claro, pero no habita en libros sino en voces. La posteridad en esta tierra es profundamente musical. También arquitectónica, pictórica o escultural; pero, por así decir, “la Esfinge no canta”. La vida que no impregna la piedra, palpita en las canciones. La música cantada —ya lo dije antes— implica necesariamente una recreación, revive con nuestro aliento; y como retribución, le permite a ciertas vidas quedar impresas en canciones, las cuales preservarán como un altar o un patíbulo sus mejores y peores momentos, mucho después que esas trayectorias hayan sido cortadas por el dedo seco de la muerte. Serán un testamento.
Todos aquellos que han motivado una canción popular pueden sentirse dueños de una cuota de inmortalidad. El Olvido suele cobrarse una pequeña venganza adulterando los rasgos originales en beneficio de la leyenda, pero eso no quita méritos. ¿Quién conoce hoy el humor con que despertaba Ulises, el peinado favorito de Scheherezada, los ademanes de Lorelei...? Ni siquiera sabemos si la leyenda los fabricó por completo, o si la sencillez de una humanidad como la nuestra era suya también, antes que las historias y las canciones cincelaran otro rostro. El Mozart histórico ha cedido su realidad a un personaje de ópera (“Mozart y Salieri”, de Rimsky-Korsakoff) o del cine (“Amadeus” y su carcajada equina); otro tanto sucede con Leonardo, comienza a suceder con Einstein o sucederá con Juan Pablo II. La curiosa memoria humana recuerda mejor un Arquetipo, que un rostro común.
Pero eso importa poco. La música es un buen amuleto contra la muerte. Ya sea un himno gregoriano, una balada nórdica, un cante flamenco... ahí se va tejiendo la memoria que persistirá mucho más allá de nuestros propios días.
1 comentario:
Estimado Quinoff:
Me ha gustado mucho este post.
Justamente ayer leía en un blog, la opinión de Doris Lessing acerca de cómo seguir nuestra intuición en cuanto a qué libros leer, y ella enfatizaba la importancia de la historia oral, lo cual me hizo pensar en el papel que jugaron los trovadores y juglares en la Edad Media.
Ciertamente, el canto es algo implícito en el ser humano. Algunos creemos que una persona primero aprende a cantar y luego a hablar.
Acerca de los arquetipos, pues es interesante cómo los símbolos son tan importantes para la humanidad. Sí, en ocasiones los arquetipos pesan más, como vos escribiste, "el Mozart de la risa equina" es más famoso y conocido que el de la biografía seria. Y "el vil Salieri" ha reemplazado a aquel Salieri, pedagógo musical, que compartió sus conocimientos con Beethoven, Schubert y hasta Liszt, si mal no recuerdo.
Saludos,
Peto
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