lunes, 3 de noviembre de 2008

Cantar ...


“Cantar en grupo es algo más que cantar”. Esta frase, que parece ociosa, adquiere pleno sentido cuando uno ha tomado parte en la experiencia. Podría decirse, además, que el canto coral da una buena noción de trascendencia. Deja de sonar nuestra sola voz y emerge otra, más elocuente, más flexible, más majestuosa: una voz comunitaria que funde los timbres personales.

Entonar esa voz al unísono o, mejor, en polifonía, lo lleva a uno por la senda razonada y sugerente de la música. Razonada, reitero, porque las líneas maestras de una pieza coral son premeditadas. Pueden conducirnos por el claroscuro de las emociones humanas, pero vividas y estilizadas por un compositor, que las asoció (misterio del genio) con determinadas armonías para dotarlas con la fuerza de lo evidente. En muchos casos, estas “evidencias” son tan elusivas a las definiciones verbales como el límite entre los colores de un atardecer, pero inspiran el gozo rotundo de la belleza. Es una alegría envolvente, sin duda, que se distingue de otras: ordenadora, “reconstructiva”, capaz de infundirnos la armonía que cantamos. Pues no se trata de una contemplación pasiva ni exterior; recreamos la belleza nosotros mismos, le pasamos algo de nuestra vida y ella corresponde. ¿Atisbo fugaz del gozo del Creador en el séptimo día? Muy probablemente.

Esta alegría de cantar recorre la historia de nuestra humanidad, y se mezcla con la gloria de ser cantado. Pero de eso hablaremos después.

Ahora escuchen una brevísima selección de obras corales, que equivalen a alegrías musicales.

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