Dos enormes creadores austríacos, como fueron Schubert y Bruckner, guardan muchos lazos en común pese a la distancia que separa sus años en este mundo.
Los contextos difieren: en un caso nos encontramos al Romanticismo temprano, melancólico hasta la médula pero apasionado y entusiasta; en el otro, ese Romanticismo se ha “hinchado” con complejidades armónicas y densidad instrumental, tal como lo redefinió Wagner con su obra, volviéndose ampuloso y grandilocuente. ¿Qué punto de encuentro queda, pues, entre Schubert y Bruckner? Varios.
Ambos fueron de extracción popular y su arte comunica esa sensibilidad con filtro de genio. Ambos conservaron la capacidad de encantarse con la vida común y desde ella construyeron sus obras. Ambos fueron también ejemplos de ese milagro del arte en que una persona opaca (socialmente hablando) forja universos llenos de vida, chispa y belleza, a despecho de las penalidades humanas, demasiado humanas, que afligen su existencia cotidiana.
Claro, muchos otros genios podrían sumarse a la lista. Pero hoy me ocupo de una coincidencia entre los titulares de este artículo: ambos autores firmaron una famosa Sinfonía inconclusa. Y muy famosa, insisto. Schubert nos legó su Octava y Bruckner, su Novena. En el primero, no conocemos realmente los motivos que lo hicieron abandonar la composición, aunque fue un autor que dejó muchas cosas a medio camino en su extenso repertorio. Del último sí lo sabemos: era ya un hombre anciano y frágil que no tuvo fuerzas para completar el movimiento final, aunque lo dejó muy avanzado y como sospechaba Nikolaus Harnoncourt, posiblemente el material que falta al manuscrito se haya perdido porque otros se llevaron “recuerdos” una vez muerto el maestro.
El caso es que oficialmente ninguna de las dos sinfonías fue completada, pero en ambos casos la obra fragmentaria es tan buena que parece no necesitar nada más.
Mencioné antes a Wagner y no fue al azar: Bruckner se consideró siempre discípulo del “Mago de Bayreuth”, arrojando al molde sinfónico toda la novedad armónico-tímbrico-instrumental de su mentor; es simplemente imposible la obra del organista de San Florián sin el antecedente wagneriano. Pero a la vez el nexo con Schubert es notable, porque Bruckner se vincula también, y profundamente, a esa escuela alemana anterior y ajena a Wagner [digamos el Romanticismo poco-beethoveniano y nada-wagneriano] que retrocede hasta Haydn [clasicismo, pre-romanticismo]. Es increíble que un solo hombre tenido por timorato, simplón y “mitad idiota, mitad genio” (agridulce sentencia de su alumno Mahler…) haya podido lograr una síntesis plena y orgánica de influencias tan dispares, a contracorriente de la moda y en pleno epicentro del gusto conservador como era la ciudad de Viena, donde fue a residir hasta el fin de sus días. En muchas ocasiones “los últimos, los menospreciados, serán los primeros...” del Reino del Arte.
Wand se había ganado una reputación como director de «integrales sinfónicas» cuando, siendo ya un veterano, abordó desde 1977 los ciclos de Schubert y Bruckner, convirtiéndose desde entonces un intérprete referencial de este último compositor.
Con estos verdes laureles sobre sus canas llegó a Tokio el año 2000, al frente de su orquesta NDR, ofreciendo un concierto con las dos sinfonías inacabadas. Tan perfecta velada sinfónica ilustra las palabras con que Wikipedia define al director:
Sus ejecuciones son muy apreciadas por la precisa atención en el detalle y el exquisito cuidado en materia de corrección estilística. Sin ser considerado como una de las más grandes figuras de su época debido a lo tardío de su consagración, Wand ofreció lo mejor de sí mismo al final de su carrera coincidiendo con su período de máxima madurez.
MP3 ABR ~ 320 kbps · 48 kHz | 5 tracks | JPGs | .7z 195 MB | Yandex.ru
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