
El sábado 5 de marzo falleció el gran maestro austríaco
Nikolaus Harnoncourt, rodeado por su familia. ¡Vaya una pérdida! Se había retirado de la vida pública nada más el pasado mes de diciembre, con 86 años y la salud mermada por la enfermedad. En ese momento adjuntó una nota manuscrita a la audiencia de ese concierto final, en que dirigió al
Concentus Musicus de Viena, formación legendaria fundada por él mismo junto a su esposa en 1953. Pero cuando
Harnoncourt escribió ese
mensaje de despedida, disfrutaba ya un estatus de primacía indiscutible, desbordando su nicho pionero de la música
con expresión de época —el maestro austríaco no perseguía tanto la comunicación de un sonido, sino de una expresión— para abordar el repertorio clásico-romántico al mando de orquestas emblemáticas como la del Concertgebouw de Amsterdam, la Orquesta de Cámara Europea, la Filarmónica de Berlín o su homónima de Viena. No siempre su visión fue bien recibida, y su ideal estético dividió aguas a favor y en contra; pero
esa conmoción fue signo de su grandeza, y por cierto muy beneficiosa en un arte como la interpretación musical, donde las convenciones se acumulan y arriesgan volverse un lastre. Cuestionar tales convenciones a fin de redescubrir el significado de las obras fue una hazaña de
Harnoncourt y de toda una generación que marcó época y se despide ahora con él.
De mi parte lo guardaré entre los intérpretes más queridos, por mucho que haya enfoques suyos que a veces no me gustaran tanto (como algunas de las sinfonías beethovenianas). Pero jamás me dejó indiferente.
Larga vida a la memoria de Nikolaus Harnoncourt.