Yo tuve un tío inolvidable. Fue uno de los hermanos de mi abuela; se llamaba Antonio Fuenzalida, aunque debió llamarse Antonio Giusto. Que llevara un apellido diferente al de sus hermanos era el resultado de una triste historia que ya no importa; para mí simplemente era “mi tío Alberto”.
A este hombre lo distinguía de inmediato un atributo: su inteligencia aguda, ágil y sin titubeos. Me incitaba a la admiración oírlo exponer sus opiniones, o resolver sin mucho ajetreo asuntos que para los demás habían sido penosos durante horas. Tío Alberto se tomaba con buen humor esos pequeños triunfos, y además se complacía en ayudar… aunque tenía poquísima paciencia si alguien le pidiera repetir lo recién explicado.Ese intelecto era responsable de una falta de calor emocional muy característica. La objeción provenía de las mujeres de la familia, quienes criticaban su estilo tachándolo de demasiado cerebral. A mí, en cambio, me agotaban ellas con sus comentarios. En mi propia experiencia, tío Alberto era siempre cariñoso, aunque ciertamente no excedía la medida. Con las emociones no tenía la misma pericia que con las ideas, pero se trataba de una forma de ser como hay tantas otras, y punto.El afecto creció entre nosotros —fue mi tío favorito— gracias a 88 razones blancas y negras: el teclado del piano. Ahí, en la música, estaba nuestro verdadero lugar de encuentro, de comunicación y de entendimiento. Yo como alumno y él como maestro a la antigua usanza, involucrado personalmente para brindar a su pupilo una formación tan amplia como fuera posible. Pues mi tío Alberto era pianista. El piano fue su instrumento y su sustento, pero no en la tradición clásica sino “popular”… a la manera de aquellos tiempos. Era pianista de salón. Quienes hayan visto la película “El Pianista” recordarán que el protagonista, Szpilman, se vio obligado a tocar en salones de té; de aquellos elegantes espacios les hablo, donde la fingida ligereza de la música exigía un serio dominio técnico. Hubo una verdadera tropa de pianistas sobresalientes que ejercieron su arte sin que casi ninguno legara registros a la posteridad. El repertorio “albertino” lo formaban abundantes piezas pensadas para estos artistas (ritmos de baile, rapsodias, notables arreglos de música operática, sinfónica, etc.). Yo estudié esas partituras, y su calidad no desmerecía en nada frente a una buena música de piano “clásico”. Tío Alberto llegó a tener banda propia, bautizada, claro, “Orquesta Don Alberto”. En su casa había un cuadro que enmarcaba un afiche de juventud, donde él aparecía en un óvalo central rodeado por los rostros de sus colegas, entre los cuales el más recordado era el clarinetista (hasta hoy recuerdo su apellido: Astorquiza). También conocí las partituras, impresas en la Alemania de Entre Guerras, con reducciones para “orquesta de salón”. Borodin, Weber, Glinka, Mendelssohn, Mozart, los infaltables valses de Strauss… todos ellos efectivos “resúmenes” para deleitar en esos brillantes salones.Pero no sólo hubo salones. Tío Alberto fue un músico aventurero que había conocido la emoción y el calor que otros le supusieron ausente. Recorrió las noches de Valparaíso, enseñó música en la Armada, formó parte de una comisión que revisó el Himno Nacional chileno para ajustar mejor la letra a la música, fue pianista acompañante en clases de ballet de un colegio, o en bandas mayores… y aquí lucía otra capacidad extraordinaria: su lectura musical a primera vista. Podía leer instantáneamente todas las piezas que yo colocaba frente a sus ojos. Con ese atributo sorprendía a aficionados y entendidos. Intentó traspasármelo con poco éxito (en música soy un memorizador, no un lector).Estas aventuras existenciales ya habían quedado atrás cuando aparecí en su vida para tomar mis primeras lecciones. Para entonces tío Alberto tenía unos 70 años, aunque seguía muy vital, siempre lleno de ideas, de opiniones. Vivía solo, separado. Su mujer, sus hijas y sus nietos vivían en el sur, en Concepción, y mantenían una fluida y cordial relación, seguramente gracias a la distancia.
Junto a mi tío, interpretando un dueto.
Si no engaño, era algo de Bellini.
9 comentarios:
Estoy segura que tu tío Alberto ya sabe lo que escribiste aquí, ya leyó con vos ésta bella historia y no te culpa absolutamente de nada.
Me encantó ésta entrada, es bueno saber más de nuestros amigos, y saliste muy buen mozo en la foto!
Te dejo un fuerte abrazo
¡Preciosa historia!
Un abrazo
Muchas gracias por sus palabras... la figura de este tío jamás abandona mi corazón ni mi memoria.
Magnífica historia. La huella de tu tío Alberto está, entre otras cosas, en tu bolg Quinoff.
Excelente blog y muy buen post, realmente llegué a tú blog por coincidencia, pero he leído un par de artículos y me han parecido muy interesantes, espero sigas así.
Un saludo.
Hosting Económico, gracias por tus palabras y bienvenido.
Descuida, pretendo "seguir así".
Saludos!
Leyendo tu hermosa crónica, Quinoff, me vino a la memoria una lapidaria frase de Macedonio Fernández: "No creo en la muerte de los que aman, ni en la vida de los que no aman"
Con toda seguridad este hermoso recuerdo sobrevivirá no sólo a tu tío, sino a tí y a tus descendientes
Por otra parte, creo que la gratitud es uno de los sentimientos humanos más nobles y esos sentimientos de gratitud para con tu tío te ennoblece (¿recuerdas a Beethoven?:"No creo en otra nobleza que la del espíritu")
Un abrazo!
tranquilo, quinoff.
tu tío alberto hizo bien las cosas y vos también.
tu blog es excelente.
saludos cordiales
ricardo
Muchas gracias Ricardo!
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