domingo, 1 de junio de 2008

Rusia


¡Rusia! Ese nombre repica como un campanario
para quien les escribe.

No tengo una sola gota de sangre eslava —salvo que todos estos años haya ignorado algo importante—. Cargo en mis venas, claro que sí, la persistencia de otras culturas, como es norma en este Nuevo Mundo: ancestros genoveses y a través de ellos probable sangre hebrea; otro tanto de españoles, otro tanto nativo... y nada más. Con todo, desde pequeño Rusia fue el nombre para un imaginario de misteriosa belleza, cantero de esplendores distintos, absolutamente originales, sin deuda alguna con nuestras tradiciones.

Me atrajo ese mundo lejano, cubierto por nieves infinitas, regado por cúpulas doradas que interrumpían la monotonía con un estilo desconocido (mucho después adquirí la palabra correcta, “bizantino”); un país de gentes que usaban palabras sin relación con ninguna lengua conocida por aquí; que labraban maravillas literarias con un alfabeto secreto; que rezaban a íconos serios en santuarios grandiosos; patria de mujeres deslumbrantes, de ancianos con dulce mirada, de palacios con fantástico lujo que albergaba otra vez esa aureola legendaria, la misma que se concentraba en su monarca: el “Zar” — al lado de cuyo imperio, hasta la Antigua Roma parecía “el pariente pobre”...

Era además la patria de compositores que para mí, en mi niñez, eran los más grandes genios musicales. Tchaikovsky, Mussorgsky, Rimsky... siempre ese “sky”, símbolo de algo inesperado, del todo diferente pero perfecto. Allá tomaban una bebida clara como el agua, me decían, llamada vodka, pero no eran gente risueña, aunque sí bailaban con energía contagiosa. Allá vivían los cosacos, unos guerreros violentos llegados de una estepa que sólo ellos dominaban, la cual abandonaban cada cierto tiempo para recordarnos que eran temibles; cantaban canciones de áspera alegría, con gargantas capaces de emitir sonidos más bajos que cualquiera de nuestras voces.

En algún momento, ese gran país se había cerrado. No vivían como nosotros, me decían, sino bajo una vigilancia continua, una especie de reserva humana de la que se sabía poco... así lo pensaba uno, tan pequeño para entender las cosas a no ser que tuvieran “pinceladas absolutas”, igual que los cuentos de hadas.

Recuerdo haberme prometido que tendría amigos de Rusia, y que estaríamos contentos de habernos conocido, y haríamos muchas cosas juntos, mezclando nuestros mundos. Claro, cuando se es hijo único uno tiene el privilegio de elegir dónde tomará a sus futuros hermanos.

En fin. Hace poco me topé en Internet con algún blog sobre Rusia escrito por rusos que viven acá (algo que había buscado mucho tiempo) y esas lecturas me han transportado de vuelta a los (seguramente inexactos) recuerdos que mencioné. He podido sacudirme algunas ingenuidades infantiles, a la vez que confirmé varias admiraciones. Parece que era cierto aquello de su dureza —en comparación a nuestras formas latinoamericanas— pero tienen un corazón de oro. Claro que sí; en el fondo, eso representaban las maravillosas cúpulas bizantinas. En medio de un páramo frío, cubierto de nieve, emerge una joya de oro levantada para saludar a todas las miradas y alegrar todos los corazones.

No hay comentarios.:

 
Ir abajo Ir arriba