(fragmento)Me alegraría que un intelectual, una vez jubilado, se viera obligado por ley a ponerse a prueba en otra actividad; en ese caso, habría elegido sin vacilar un oficio manual.¿Por qué digo esto? Desde el advenimiento de la civilización industrial, el trabajo pasó a ser una operación en un sentido único, donde el hombre —sólo él, siendo activo— modela una materia inerte, y le impone soberanamente las formas que le convienen.Las sociedades estudiadas por los etnólogos tienen del trabajo una idea muy distinta. Lo asocian a menudo al ritual, al acto religioso, como si en ambos casos el fin fuera entablar con la naturaleza un diálogo en virtud del cual naturaleza y hombre pueden colaborar: concediendo ésta al otro lo que espera, a cambio de los signos de respeto, o de piedad incluso, con los cuales el hombre se obliga ante una realidad vinculada al orden sobrenatural.Subsiste aún hoy una complicidad entre esa visión de las cosas y la sensibilidad del campesino y el artesano tradicionales. Estos, efectivamente, por seguir manteniendo un contacto directo con la naturaleza y con la materia, saben que no tienen derecho a violentarlas, sino que deben tratar pacientemente de comprenderlas, de atenderlas con cautela, diría casi de seducirlas, a través de la demostración permanentemente renovada de una familiaridad ancestral hecha de cogniciones, de recetas y de habilidades manuales transmitidas de generación en generación.Por eso el trabajo manual, menos alejado de lo que parece del pensador y del científico, constituye asimismo un aspecto del inmenso esfuerzo desplegado por la humanidad para entender el mundo: probablemente el aspecto más antiguo y perdurable, el cual, más próximo a las cosas, es también el más apto para hacernos captar concretamente la riqueza de éstas, y para nutrir el asombro que experimentamos ante el espectáculo de su diversidad.
Claude Lévi-Strauss, 1986, discurso de agradecimiento al recibir el Premio Internacional Nonino
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