La asombrosa miniatura sobre estas líneas es obra del ruso Nikolai Aldunin, artista dedicado a crear piezas de una pequeñez tal, que sólo pueden ser contempladas mediante el microscopio.
Esta maestría para trasladar la obra de arte a proporciones mínimas, antaño imposibles, sin que nada se pierda, me recuerda a un puñado de artistas que remecieron la imperial Viena de principios del siglo XX. Pero, a diferencia del miniaturista ruso, quien ya concibe y realiza sus obras a escala ínfima, aquellos atrevidos se dieron a la tarea de reducir creaciones ajenas que se caracterizaban por una suntuosa vestidura orquestal posromántica. ¿Con qué finalidad? Darle cauce público a lo mejor de la nueva música, aquella que Viena se negaba a oír en virtud de su inalterable apego a repertorios más conservadores. Dicho de otro modo, había novedades que tenían el paso vedado a las grandes salas de concierto; y los compositores se las ingeniaron para prescindir de estas últimas.

Pero también era una señal de los tiempos. Sobre el imperio caía la luz del atardecer. Las formas amplias, expresión adecuada para la grandeza de otros días, declinaban. La derrota militar en la Primera Guerra Mundial aceleraba de golpe la crisis. Todo cuanto había sido grande y estable —la casa de Habsburgo— se despedazaba en añicos de revoluciones e independencias territoriales. Los artistas habían intuido estas fracturas disimuladas en oropeles; quizá por ello su música arremetió contra la tonalidad, negó la jerarquía de relaciones armónicas entre las notas, pretendió un nuevo comienzo con la más enconada radicalidad.
Decir “radicalidad”, decir “Viena” y decir además “principios del siglo XX” es apuntar a un solo hombre: Arnold Schönberg. Este heredero, renegado y renovador de concepciones musicales fundó en el otoño de 1918 la “Sociedad de Conciertos Privados” (Verein für musikalische Privataufführungen), con la colaboración de discípulos y amigos a los cuales la Historia recordará, no obstante el oprobio padecido en aquellos momentos: Webern, Berg, Zemlinsky, junto a otros como Erwin Stein, Hanns Eisler o Karl Rankl. La Asociación se propuso presentar “toda la música moderna escrita desde Mahler y Strauss hasta la más reciente”, lo cual significaba la producción mayoritariamente proscrita de los grandes centros. Querían sacudirse la indiferencia de un público y unas agencias organizadoras que sólo apostaban a los títulos capaces de asegurar éxito de taquilla. No se piense que el repertorio del Verein era escaso: aparte de la producción de sus fundadores (aunque Schönberg fue reacio a ofrecer su propia música), se incluyeron piezas de Debussy, Richard Strauss, Mahler, Bruckner, Stravinsky, Bartók, Wellesz, Ravel, Suk... en suma, todas las que fueran consideradas de interés por los organizadores. Como aclaró Berg, “ésta no es una sociedad para compositores, sino exclusivamente para el público”. Público que equivalía a decir los socios...Schönberg fue un promotor autoritario: instauró una estricta disciplina de ensayos para garantizar la mejor interpretación, puesto que achacaba la mala fama de la música nueva a las mediocres presentaciones de que había sido víctima (sin duda la complejidad era elemento inherente a gran parte de las obras). Estableció que el anuncio del repertorio a interpretar en una velada se daría a conocer con muy escasa antelación, a fin de evitar ausencias o favoritismos. Prohibió cualquier manifestación de los oyentes (aplausos o abucheos) para no enturbiar la comprensión de las piezas musicales, y determinó que sólo los socios podrían asistir a los conciertos, con exclusión total de la prensa y, por ende, de la crítica. Incluso se obligaba a los miembros a evitar referencias públicas del club (“la primera regla del Club de la Pelea es…”), a su funcionamiento interno o a sus actividades musicales, a fin de mantenerlo lejos de la vida musical oficial — entiéndase, de aquella crítica periodística que los fustigaba con saña. Como se ve, un aparato normativo estricto —tal vez demasiado— expuesto al detalle en varias páginas escritas a máquina, con el objeto de garantizar a los hostilizados compositores de la Segunda Escuela de Viena un espacio propio, libre, en el cual disfrutar música de su interés servida con calidad ejemplar e indemne de los convencionalismos al uso en las salas de concierto.
+Caballos+azules.jpg)


Fino y precioso trabajo amigo QUINOFF. Ya estamos esperando lo anunciado.
ResponderBorrar¡Schönberg Schönberg…! ¿¡Y de qué me suena a mí este tipo!? ¿¡Quién nos ha visto y quién nos ve!? ¡Al borde de la modernidad! JAJAJA
Salud, paz, sonrisas y cordiales saludos para todo el fogón.
Elgatosierra
Es que se me cruzó un gato negro en el camino y ya ves adónde me acabó llevando... Barbudo, perdóname! jajaja
ResponderBorrarDe todas maneras, este post no se trata sólo del círculo de Schönberg, sino de mi primer homenaje —espero hacer muchos más— al arte de Bruckner, quien es la Cuarta B alemana sin la menor duda. Y Brahms puede tragarse todos sus comentarios al respecto.
Maravilloso, Quinoff. Fantástico. Me uno al Gato en la espera de lo que está por venir.
ResponderBorrarEn fin ¡bienvenido al siglo XX! jajaja
Gracias Fernando! Bueno, ahora que pasamos a vivir en el siglo XXI, me daré el lujo de adelantar mis gustos del XIX al XX... jajaja
ResponderBorrarMira, aunque puedo con la atonalidad y la politonalidad, eso de los Doce Tonos sigue siendo para mí una Montaña nada Hermosa...
Un abrazo, y espero que te guste el post siguiente con la Séptima de Bruckner.
¡Pobre gato y pobre Brahms! JAJAJA
ResponderBorrarEn fin , la condición humana...
Salud, paz, sonrisas y cordiales saludos para todo el fogón.
Elgatosierra